
La escena de ministros y altos funcionarios argentinos brindando alegremente el pasado miércoles 19 en la embajada británica para celebrar el cumpleaños 77 del Rey Carlos III, representa mucho más que un mero acto protocolar. Constituye una claudicación simbólica de dimensiones históricas, donde la realpolitik mal entendida se transforma en sumisión voluntaria ante la misma potencia que ocupa ilegítimamente una porción del territorio nacional.
Mientras el Reino Unido fortalece su presencia militar en las Malvinas y consolida su posición en el Atlántico Sur, el gobierno argentino envía a sus principales representantes a festejar al representante de la Corona británica, en un acto que carece de toda reciprocidad estratégica y que vulnera los principios fundamentales de la causa soberana.
Esta complaciente asistencia no puede explicarse como un gesto de diplomacia inteligente, sino como un bochornoso espectáculo de alineamiento automático con el poder colonial.
Resulta particularmente ofensiva la retórica empleada durante el evento, donde se elogió una supuesta "rica historia bilateral" y "doscientos años de relaciones", eufemismos que buscan ocultar bajo el manto de intercambios culturales y deportivos la herida abierta de la ocupación.

Londres demuestra una vez más su maestría en el arte de la instrumentalización diplomática: cada gesto de acercamiento argentino es utilizado para normalizar el hecho colonial, presentando la usurpación como un detalle menor dentro de un relación más amplia. La cancillería argentina, con una candidez que raya en la complicidad, se presta a este juego vergonzoso.
El contraste no podría ser más elocuente: mientras Chile y Uruguay mantienen posiciones diplomáticas consistentes frente a los intereses británicos en la región, Argentina se presenta ante el mundo como un satélite festivo, dispuesto a celebrar con el ocupante mientras renuncia a ejercer presión real por la recuperación de sus territorios.
Esta frivolidad estratégica produce un daño tangible e inmediato a la posición internacional del país, debilitando décadas de reclamo sostenido y enviando el mensaje de que la causa Malvinas ha sido reducida a mera retórica ocasional, fácilmente abandonada por la tentación de codearse con los más poderosos.

El verdadero triunfo de esta bochornosa soirée corresponde exclusivamente a la diplomacia del Foreign Office, que logra obtener de la Argentina misma un sello de legitimidad para su empresa colonial.
La presencia del canciller, ministros y secretarios de Estado del gobierno libertario de Javier Milei en la fiesta del monarca británico, representa la más elocuente de las capitulaciones: aquella que se realiza con sonrisa elegante y brindis festivo, sin siquiera exigir -ni pretender, tal vez- contrapartida alguna.
Lejos de constituir un avance diplomático, este episodio quedará registrado como uno de los momentos más bajos en la historia de la política exterior argentina, donde la confusión entre cortesía y claudicación alcanzó su expresión más grotesca.